Por Miguel Rone
La conocí en el sur profundo
entre bayahonda, guasábara
y su bohío de tejemaní,
la belleza era Marcia.
Cruzando arrozales, canales,
arroyos y ríos la enamore
y la traje a la gran ciudad,
donde la hice mía.
Marcia un día se marcho,
no sé a dónde,
dejo escrito sobre un papel
que no volvería.
Pero mi fe era grande,
yo la esperaría.
Era primavera
y todo mi jardín florecía,
pero Marcia no volvía.
Mis lagrimas como un rocío regaban
y ellas pedían tu presencia.
Parecía que las flores se reían de mí,
y con el tiempo se convertirían en burlas.
Las gravas que adornaban el jardín
me decían al pisarlas
y… Marcia, y… Marcia.
Me estaba volviendo loco, quería morir,
un murmullo nublo mis pensamientos
en aquel momento recordaba el proverbio:
“Cuando la vida es imposible,
el suicidio es un deber”.
Y un grito irrumpió por mi garganta:
¡Al carajo Marcia!
He de seguir viviendo,
otras recogerán mis lágrimas
y mi jardín florecerá, sin, ti.

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