Por Charles Platkin, PhD, JD, MPH
Usamos términos como “esperanza de vida”,
“esperanza de vida” y “longevidad” como si fueran
intercambiables. No lo son, y esta confusión tiene profundas consecuencias
sobre cómo abordamos el envejecimiento, tanto personalmente como como sociedad.
Comprender estas distinciones no es una división académica; Cambia
fundamentalmente la forma en que diseñamos los sistemas de atención médica,
evaluamos las intervenciones y tomamos decisiones de salud personal.
El problema del idioma que nos está costando años
de salud
La comunidad médica y los expertos en salud pública
son testigos de las consecuencias de esta confusión a diario. Los pacientes
celebran los avances médicos que prometen prolongar la vida, sin pasar por alto
la pregunta crítica: ¿qué tipo de vida estamos extendiendo? Los formuladores de
políticas asignan miles de millones en función de las estadísticas de esperanza
de vida, lo que podría pasar por alto las disminuciones en el bienestar de la
población. Los investigadores diseñan intervenciones dirigidas a la mortalidad
sin considerar la función.
Esto no es solo un lenguaje impreciso, es un
malentendido fundamental que da forma a cómo envejecemos como individuos y como
sociedad. Vivimos en una era de avances médicos sin precedentes. La esperanza
de vida casi se ha duplicado desde 1900, y los titulares proclaman regularmente
avances en la investigación “antienvejecimiento”. Pero aquí está la
incómoda verdad que debemos enfrentar: agregar años a la vida no es lo mismo
que agregar vida a los años.
Definiendo nuestros términos: por qué es importante
la precisión
La esperanza de vida es el concepto más sencillo:
es el número total de años que vives, desde el nacimiento hasta la muerte. A
nivel de población, medimos esto como esperanza de vida. Es objetivo, fácil de
medir y binario: estás vivo o muerto. Esta simplicidad lo hace atractivo para
la investigación y la política, pero no nos dice nada sobre la calidad de esos
años.
La vida útil es donde las cosas se complican. Una
revisión sistemática de Masfiah et al. (2025) identificó 113 definiciones
diferentes de esperanza de vida en la literatura científica, una sorprendente
falta de consenso que socava nuestra capacidad para medir el progreso. La
mayoría de los investigadores definen la esperanza de vida como el período de
la vida que se pasa con buena salud, libre de enfermedades crónicas y
discapacidades que afectan significativamente el funcionamiento diario. Pero
¿qué constituye la “buena salud”?
Algunos estudios definen el final de la esperanza
de vida como la aparición de la primera enfermedad crónica. Otros se centran en
la capacidad funcional: ¿puede subir escaleras, administrar las finanzas, vivir
de forma independiente? Otros incorporan medidas de calidad de vida, bienestar
psicológico o biomarcadores de envejecimiento. Esta variabilidad no es solo un
problema académico; afecta la forma en que evaluamos las intervenciones,
comparamos poblaciones y tomamos decisiones políticas.
La longevidad podría ser el término más
incomprendido. A veces se usa como sinónimo de esperanza de vida. Sin embargo,
cada vez más se refiere al envejecimiento excepcional: vivir hasta edades
avanzadas mientras se mantiene la salud y la función. En el campo emergente de
la “medicina de la longevidad”, la atención se centra en extender el
período saludable de la vida, no simplemente agregar años al final.
El desafío de la medición: por qué no podemos
comparar manzanas con manzanas
décadas de investigación sobre el envejecimiento, todavía no tenemos métricas
universalmente aceptadas para la vida útil.
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