Rafael Peralta Romero
rafaelperaltar@hotmail.com
Rafael Peralta Romero
 Alguna vez llegó a una localidad un león
que andaba muy hambriento, su piel  no
mostraba  ningún brillo y  las costillas podían contársele bajo  el pelo lanoso. Este  felino 
había deambulado por zonas inhóspitas donde la subsistencia  le había resultado difícil, pero cuando
arribó a aquel  lugar sintió el feliz
presentimiento de que le iría muy bien.
La gente no mostró todo el temor que
debe provocar la presencia de una fiera de similar condición, pues el león  se presentó con un discurso suave en el que
promovía la idea de que era vegetariano. “¿León vegetariano?”,  se preguntaron los más astutos, pero se
confiaron en él. Desaparecieron  rebaños
y con ellos los pastores.
El león creció, mudó de piel, erigió
grandes guaridas y sometió a su orden a todos los vecinos. Los dientes y las
uñas  fueron cada vez más  fuertes y filosos. En torno a él, los demás
vivientes hacían rondas para  expresarle  simpatía, aunque en realidad era temor a  posibles  ataques de la bestia. Otros aprovechaban los restos
cuando el león devoraba un animalito.
Todos 
elogiaban sus condiciones: exaltaban su bravura,  destacaban 
la pertinencia de sus actos y el largo alcance de su rugido.  Entre sus secuaces, unos querían tener cola
de león; otros, diente de león; algún grupo prefería patas de león, mientras  los más se conformarían con la melena. Bueno
era tener algo suyo.
Como se sentía seguro de poseerlo todo,
de dominarlo todo y  de postrar ante sí a
todos, el león dio alguna tregua y lucía como  dormido o ajeno a los sucesos de su
entorno.  Pero un ruido desagradable a
sus oídos lo molestó, el león se lanzó a rugir y la gente se asustó. Corrieron
hacia  un lado, pero encontraron que por
ahí andaba una peligrosa  víbora, y
aumentó el temor.
Un hombre abrió la Biblia para leer el
salmo 90.  Y comenzó: “El que habita al
amparo del Altísimo / y mora a la sombra del Todopoderoso, / diga a Dios: Tú
eres mi refugio y mi ciudadela, / mi Dios, en quien confío”.  Pero el león siguió rugiendo. Y lo hacía con
ostentación, mientras  el pavor se
difundía a similar ritmo que el rugido.
El hombre confiaba en aquellas palabras,
aseguraba  que Dios le enviaría
ángeles  que lo protegerían, aun cayeran
mil a su izquierda y diez mil a su derecha. Leyó con mayor entusiasmo y seguridad,
entonces vinieron otros hombres y también mujeres a escuchar la lectura y a
hacer suya la confianza que de ella emanaba.

Lo que más le entusiasmó fue esto:
“Pisarás sobre áspides y víboras y hollarás al leoncillo y al dragón”.

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