1ro. de junio de 1930 la pacifica villa de San José de las Matas se preparaba a
dormir su acostumbrado sueño de pinares, y sus habitantes ni siquiera alentaban
la sospecha de que serían testigo del primero y uno de los más horrendos crímenes
preparados por una banda trujillista que fue azote del Cibao durante largos
años.
En una conjura que
envolvía celos políticos, envidia personal e ingratitud en sumo grado, cayeron
abatidos a balazos aquel domingo de junio los esposos Virgilio Martínez Reyna y
Altagracia Almánzar de Martínez Reyna, quien está en avanzado estado de
gestación.
La tragedia
comenzó en su parte final con la llegada, a las 9 de la noche, de un carro
ocupado por siete individuos. El vehículo hizo un reconocimiento en los alrededores
del palacete donde residían los esposos Martínez Reyna – Almánzar.
Las crónicas de
entonces dijeron: “Si Virgilio Martínez Reyna no hubiera dejado en libros,
periódicos y revistas la joyas de su talento lirico, nada como este bello
palacete de verano para decir de la exquisitez de su alma de poeta”,
Como todavía es
costumbre en cientos de poblaciones dominicanas, el alumbrado eléctrico de San
José de las Matas dejo de funcionar poco después de las 10:30 de la noche. El
carro había enfilado presuntamente hacia Santiago, pero en realidad fue
detenido en las afueras de la villa, hasta esperar que las luces fueran
apagadas.
Cuatro de los forajidos
rodearon el palacete, mientras los restantes, con revolver y machetes,
iniciaron su odiosa incursión para el interior de la residencia.
Martínez Reyna
quien tenía varios días enfermo, de ningún modo podía prever lo que sucedería
minutos después. No ocurría lo mismo con Natalia y Emelinda Jaquez –dos de las
personas que tenía a su servicio- que escucharon perfectamente las pisadas de
los mensajeros de la muerte, cuando iban por la galería del palacete.
Poco después se
escuchó la voz estentórea de uno de los pandilleros que gritaba: “¡Virgilio!…
¡Virgilio!… ¡Levántate o te tumbamos la puerta…!
La respuesta no se
hace esperar, pero en la voz de una mujer. Con tono casi suplicante la esposa
de Martínez Reyna explica que este no podía levantarse, por encontrarse
enfermo. De nada le vale. Su destino esta sellado.
“¡Que se levante o
les tumbamos la puerta!”, exigen terminantemente los facinerosos. Suena un
disparo que atraviesa la puerta principal de la residencia, y luego el grupo de
asaltantes derriba a machetazos parte del cuarto de baño, por donde entran a la
casa y, más directamente aun a la habitación de Virgilio.
En la
semioscuridad de la habitación, puede verse perfectamente a Martínez Reyna que
se sienta en uno de los bordes de la cama, y trata de ponerse los pantalones.
Fue uno de sus últimos movimientos.
Rápidamente uno de
los inhumanos asaltantes le asesta un machetazo en la cara, que le secciona la
nariz, los labios y la barbilla. Otro machetazo lo degüella y cae de espaldas
sobre el lecho. Pero la saña de la pandilla no se detiene ahí y en el cuerpo de
Martínez Reyna se incrustan siete disparos de revólveres. Mas aun: como si no
fuera suficiente todo lo que han hecho, los asesinos les infieren una docena de
puñaladas a lo que ya era, indudablemente, un cadáver.
En un singular
rasgo de heroísmo, la esposa de Martínez Reyna se abalanza llena de rabia sobre
los asesinos, pero solo para recibir un balazo en el lado derecho del tórax y
otro en la parte superior de la pierna derecha.
Doña Altagracia
pide socorro con desesperación, pero nadie le responde. La servidumbre e3sta
aterida de miedo y prefiere permanecer escondida. Salir a prestar auxilio
significa una muerte segura. Los asesinos no respetan ni edad ni sexo. El
demonio se ha apoderado de ellos.
Consumada su
asquerosa misión, los forajidos salen por donde mismo entraron. Pero doña
Altagracia es una mujer valiente y los sigue hasta el cuarto de baño, pudiendo
ver tres hombres.
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