Ylonka Nacidit Perdomo
Santo Domingo.- Historia de un
alma. Así tituló Santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897) su autobiografía, y
recordando este hermoso libro creo que, quizás, es en la Navidad y, en víspera
de la celebración del nacimiento del Niño Jesús, la época más propicia para
contarles la historia de dos almas, la de mi mamá Altagracia Esthel Sánchez
Solá (1934-2019) y  la mía.
Mi alma está llena de recuerdos desde mi infancia
junto a ella. por más de cinco décadas, y de sus memorias que atesoro como un
legado ad infinitum, porque al no tenerla ahora mi alma ha vuelto a ser
infantil, y navega de nuevo entre el principio de la vida, el fluir del agua,
como si estuviera en su vientre, esperando ver la luz, para conocer qué es el
amor-devoción de una madre; ese amor que es, que nace, como la naturaleza
cuando es primavera: radiante, extrasensorial, eterno, porque sonríe y, aun
cuando estamos expuestos a ir y venir por el mundo, perdona hasta lo
imperdonable.
Experiencia
personal
El amor devoción maternal se consagra a nosotros
para cuidarnos a perpetuidad (en la vida y, aún después de la muerte), siendo
éste el primer misterio de ese amor. Sabemos además que está ahí, siempre ahí,
hecho virtud, constante entrega.
El “amor devoción existe también de hija a
madre, y este es mi caso. A mi mamá me unía, desde niña, un ´amor devoción
esencialmente especial que nos comunicábamos a través del alma, y que se hacía
hermoso por el contacto de nuestras miradas.
No necesité, ni necesitaba, ni requerí -así lo
afirmo- conocer otro amor o manera de amar. Era ese el que quería, el que me
llenaba, el que me colmaba emocionalmente, el que me hacía capaz de confiar en
los posibles planes de la existencia; era el que me alentaba y, me hizo
levantar de mis tropiezos y errores.
Ese ´amor devoción hacia mi mamá es el que me ha
dado la felicidad plena; es el amor que no me dio sobresaltos en el alma. Fue
el que me hizo ir conociendo el privilegio celestial de tener a una madre con dones
espirituales excepcionales. Lo tuve desde siempre, y siempre es una vida
completa al lado de ella, hasta envejecer juntas, y aprender -ya en mi adultez-
lo que ella esperaba de mí pacientemente, que era dos cosas:  hacerme fuerte y, aprender a creer.
Ahora que ella no está, comprendo que la muerte es
nacer en el cielo; conducir el alma a otro orden espiritual, a un saber puro,
que como creyente he llamado providencia celestial de la bienaventuranza ante
lo divino; que es un llamamiento a nuestro corazón de arcilla para que
emprendamos un viaje en silencio, cuando los demás advierten que el soplo de la
vida se nos fue, porque desfallecemos, y somos el recuerdo de una existencia
con un nombre.
Cuando las almas hacen el tránsito hacia lo eterno,
los que quedamos aquí, en el mundo, nos afligimos y, es natural. Derramamos
lágrimas. Cuando esas lágrimas se dejan correr por las mejillas, como tributo
por la partida de la madre, las lágrimas del hijo o de la hija que siente por
ella ´amor devoción se convierten en rocíos celestiales sobre las rosas que se
ofrendan ante su cuerpo inerte.
Mi madre adoraba las rosas y sé por qué. Una rosa
tiene la forma de una corona al abrir sus pétalos; por eso la Santísima Virgen
María, de quien era devota, desde su primera representación en el siglo XII,
sostiene sobre su cabeza una corona, que simboliza la fecundidad misma de la
creación desde el principio del verbo.
Y es por esto que cuando las madres inician su viaje
al infinito reciben, por intermedio de la Virgen, una corona de rosas, porque
ellas han entregado al igual que María a su hijo Jesús, el ´amor devoción, y el
anhelado beso de consagración a la Santísima Trinidad, a través del Espíritu
Santo, que solo la mirada del inocente siente.
La muerte es eso, vuelvo a repetirme: nacer en el
cielo, e ir allí a cultivar rosas que como capullos vendrán a esta tierra con
el ropaje de los ángeles, siendo niños que se hacen tesoros al nacer para las
madres que aman con ´amor devoción.
Ahora, mi madre duerme al lado de la Majestad
Divina, Dios. Sé que está en un jardín. Ella tuvo como Santa Teresita del Niño
Jesús, el encanto de una vida primaveral, luminosidad en sus palabras, claridad
de ideas aprendidas del libro divino del corazón de su madre espiritual: la
Virgen María.

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